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Opinion - Vladimir Martirosian, politólogo
Si el Reino Unido se convirtiera en Armenia por un día...
19 de Noviembre de 2025

El primer ministro del Reino Unido, Keir Starmer, quien durante años ha defendido la primacía de la ley, los valores democráticos y el equilibrio institucional, despierta un día con una visión inesperadamente revolucionaria, semejante a la que inspiró a Nikol Pashinyan en 2025. Frente a Downing Street, y en una transmisión en vivo, anuncia: “El Reino Unido ya no tiene monarca. El rey Carlos III, jefe de la Iglesia Anglicana, ha violado el orden tradicional de la monarquía al casarse con una mujer no noble, Camilla Parker. No puede seguir siendo monarca ni cabeza de la Iglesia, porque un transgresor de la tradición representa una amenaza para la Casa Real y para la pureza dinástica de los Windsor. Declaro el inicio de una campaña de depuración de la dinastía.”

En cuestión de minutos, millones de británicos siguen la declaración en directo. Comienza lo que podría llamarse un experimento de populismo británico. Starmer —antiguo profesor de Derecho Constitucional— parece olvidar la esencia misma de la monarquía parlamentaria y, decidido a “moralizar” la corona, proclama: “El Reino Unido no puede ser dirigido por alguien que antepone su corazón a la tradición. El pueblo debe liberarse de su presencia en el trono.” BBC y Sky News transmiten en vivo desde las puertas del Palacio de Buckingham. The Times titula: “El primer ministro crucifica a la monarquía en nombre de una moral traída desde el corazón.” The Guardian comenta: “Starmer olvida que en el Reino Unido las revoluciones morales no se hacen en directo.” Y el Daily Mail remata: “El señor primer ministro no ha perdido la tradición, sino el equilibrio mental.”

Londres estalla. Miles de ciudadanos, con pancartas y el hashtag #GodSaveTheKing, llenan las calles clamando: We love our King — not your livestream traditionalism! (¡Amamos a nuestro rey, no tu tradicionalismo de transmisiones en vivo!). Starmer insiste en que no está contra la monarquía, sino contra la “inmoralidad”. Pero los británicos entienden que no se trata de ética, sino de un intento de usurpación del poder.

La reacción institucional es inmediata. El Partido Laborista, en una postura casi avergonzada, comunica: La opinión del primer ministro no representa la posición oficial del partido. Seguimos plenamente comprometidos con los principios de la monarquía constitucional y respetamos al rey Carlos III.”

Varios ministros presentan su renuncia. Los conservadores declaran: “El señor Starmer confunde la responsabilidad política con un mandato divino. No se puede destronar a un rey por capricho moral. Si quiere decidir quién es virtuoso y quién no, que empiece por sí mismo.”

Los liberales demócratas, fieles a su maximalismo, afirman: “Este episodio demuestra por qué no solo debe limitarse el poder del monarca, sino también el del primer ministro.” Incluso proponen una ley que obligue al jefe de gobierno a obtener aprobación parlamentaria previa para cualquier declaración institucional.

El arzobispo de Canterbury, con ironía británica, añade: “El rey Carlos es la cabeza de nuestra Iglesia. El primer ministro Starmer, al parecer, intenta ocupar el lugar del Señor. Los dioses no se eligen en las urnas, señor primer ministro.”

El Parlamento convoca una sesión extraordinaria. Conservadores, laboristas y liberales coinciden en que el primer ministro ha sobrepasado sus límites: “Es un político, no una autoridad moral.” Se inicia entonces una moción de censura. Como Estado institucional y maduro, el Reino Unido no tolera la violación de la separación de poderes, ni siquiera cuando se invoca “al pueblo”. Starmer es destituido sin tumultos, sin épica, sin escándalos, únicamente mediante los mecanismos legales previstos.

Si en el Reino Unido una escena así pertenece a la ficción, en Armenia se ha convertido en realidad durante los últimos seis meses. El primer ministro armenio ha pronunciado declaraciones similares sin que ninguna institución reaccionara. Basta recordar una de ellas: “Como el Katolikós ha violado su voto de celibato, ya no tenemos Katolikós.”

La imaginaria cruzada de Starmer contra Carlos III revela, por contraste, la situación real de Armenia, donde el poder político se arroga la potestad de decidir quién es fiel a Dios y quién no. Cuando eso sucede, el Estado deja de ser un sistema político y se convierte en un culto propagandístico en torno a la figura del líder.

Si el Reino Unido fuese Armenia por un solo día, Starmer podría aparecer en directo haciendo un gesto de corazón con las manos y proclamar: “El rey Carlos ya no es rey. La Iglesia Anglicana pertenece al pasado. La nueva fe es el pueblo.” Pero una hora después, ya no sería primer ministro. El Reino Unido se protegería de él. Armenia, en cambio, protege las ambiciones sacralizadas de su propio primer ministro.

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