Una crisis profundamente inquietante se está desarrollando en Armenia, una crisis que muchos dentro y fuera del país apenas perciben y que, lamentablemente, ha sido recibida con un silencio alarmante. Quienes siguen de cerca la realidad armenia saben exactamente a qué me refiero: la creciente campaña gubernamental contra la Iglesia Apostólica Armenia. En los últimos meses, sacerdotes y arzobispos han sido detenidos, procesados y, en al menos un caso, sentenciados a prisión. Las acusaciones van desde corrupción hasta intentos de derrocar al gobierno; cargos que difícilmente pueden interpretarse fuera de un marco político.
La escalada comenzó después de que el arzobispo Bagrat Galstanian, primado de la diócesis de Tavush, encabezara multitudinarias protestas en Ereván contra la decisión gubernamental de entregar cuatro aldeas fronterizas a Azerbaiyán, al tiempo que exigía la renuncia del primer ministro Nikol Pashinian. El movimiento no derivó en una “contrarrevolución de terciopelo”, como algunos esperaban o temían, pero sí sacudió al poder. Las manifestaciones mantuvieron viva una llama de disenso que ningún aparato mediático oficial logró extinguir. Desde entonces, el Estado ha intensificado la presión sobre el clero, culminando en la detención y judicialización de varios líderes eclesiásticos y ciudadanos que han denunciado estos abusos.
Hay algo profundamente quebrado en el alma de la nación cuando, mientras Azerbaiyán arrasa iglesias armenias en Artsaj, el propio gobierno armenio parece decidido a demoler la dignidad de la Iglesia dentro de Armenia. Un ataque destruye piedra y patrimonio; el otro busca quebrar el espíritu nacional. Dos métodos distintos con un efecto convergente: arrancar al pueblo armenio de sus raíces espirituales.
Y ya puedo escuchar el viejo coro de comentaristas afines al gobierno, seguros, pulidos y autoproclamados analistas: “Los de la diáspora otra vez, entrometiéndose, exagerando, desconectados.”
He vivido lo suficiente para saber que no es un argumento, sino un ataque ad hominem destinado a distraer y legitimar una campaña antidemocrática. Muchos de quienes hoy repiten esa línea son los mismos “revolucionarios de colores” que suelen tratar a la Iglesia como un accesorio de lujo: algo que desempolvan para una ceremonia, pero que guardan rápidamente mientras sermonean a los demás sobre “progreso”.
Curiosamente, los mismos que difícilmente pueden recitar el Padrenuestro —y que rara vez pisan una iglesia— se han convertido súbitamente en teólogos desde que el gobierno decidió que el clero es su nuevo enemigo interno.
Durante siglos, una institución —la Iglesia Apostólica Armenia— ha mantenido unido a nuestro pueblo más que cualquier otra. Nos sostuvo cuando cayeron reyes, cuando imperios devoraron tierras y cuando potencias extranjeras intentaron borrarnos del mapa. En tiempos difíciles, no fueron youtubers, académicos o teóricos políticos quienes preservaron nuestra identidad: fueron sacerdotes que arriesgaron su vida para salvar manuscritos, familias dispuestas a morir por su fe y los santuarios que marcaron el pulso de comunidades dispersas por el mundo. Fue la Iglesia la que convocó a cada armenio capaz de empuñar un arma a defender Sardarabad y detener el intento final de aniquilar a Armenia.
Hoy, en vez de honrar ese legado, la nación observa cómo sacerdotes son esposados, interrogados y difamados como si fueran enemigos del Estado, y no los pastores de una fe más antigua que todas las repúblicas que Armenia ha conocido.
¿Necesita la Iglesia reformas? Claro. No existe institución de 1.700 años sin defectos. Reforma, sí. Diálogo, por supuesto. Pero la reforma no puede venir en forma de humillación ni la rendición de cuentas puede reemplazarse por coerción. Y ninguna democracia se fortalece enviando a la policía a detener hombres de fe que no representan amenaza violenta alguna.
Un gobierno seguro de su legitimidad no libra una guerra contra su propia base espiritual. Cuando los líderes de Armenia tratan la fe como un estorbo, no construyen modernidad: producen bancarrota moral.
Y a quienes dicen que los de la diáspora no deberían opinar porque no viven en Armenia, les digo: miren en un espejo. Porque muchos de los que repiten ese discurso no recuerdan la última vez que recibieron la Sagrada Comunión o que entraron a una iglesia salvo para una boda o un bautizo, pero se sienten autorizados a pontificar sobre asuntos eclesiásticos.
La diáspora no desea caos para Armenia. Nadie se despierta pensando en dictar política desde el extranjero. La pregunta que escucho, día tras día, es otra: ¿cómo aseguramos que Armenia exista dentro de diez, veinte, cincuenta años? Cada conversación, cada reunión de incidencia política, cada dólar recaudado para huérfanos de guerra o escuelas empobrecidas nace del temor —muy real— a perder la patria.
Por eso, cuando vemos que el gobierno ataca una de las pocas instituciones que nos sostuvo a través del genocidio, la dispersión y la pérdida brutal de Artsaj, es natural que alcemos la voz. La diáspora construye iglesias cuando el hogar no puede. Protege patrimonio donde Azerbaiyán lo borra. Aboga por Armenia cuando Armenia está aislada. La diáspora no es extranjera: es el pulso extendido de una nación que aprendió, con dolor, que a veces para sobrevivir hay que vivir lejos de la tierra, pero nunca dejar de ser armenio.
No, no nos quedaremos callados. Silenciar a la Iglesia no hará a Armenia más libre, ni más segura, ni más moderna. Solo la hará más frágil, una nación sin raíces que no resiste tempestades.
Si los líderes de Armenia dedicaran la mitad del esfuerzo que invierten en hostigar al clero a liberar a los rehenes en Bakú o a garantizar el regreso seguro de los armenios de Artsaj, todos los apoyaríamos. En cambio, han elegido dividir al país y cortar el vínculo más fuerte entre la diáspora, la patria y la Santa Sede de Etchmiadzin.
Armenia necesita unidad, no guerra espiritual interna.
Necesita integridad y valentía, no intimidación.
Necesita fe, no miedo.
Y si decir esta verdad me convierte en un “diaspórico entrometido”, que así sea. Prefiero alzar la voz ante este exceso antidemocrático antes que quedarme en silencio mientras funcionarios sin fe y élites sin arraigo socavan los cimientos de la nación armenia… y luego se preguntan por qué se derrumba la casa.
(Ardashes “Ardy” Kassakhian es comentarista, profesor de ciencias políticas, concejal y exalcalde de Glendale, California.)
