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Opinion - Sergio Nahabetian, director diario "Sardarabad"
El Ararat no se borra
02 de Noviembre de 2025

El 1º de noviembre de 2025 quedará registrado como una fecha simbólicamente inquietante: Armenia ha decidido retirar la imagen del Monte Ararat de los sellos de entrada y salida del país. Según la resolución oficial, la medida busca “adaptarse a los estándares internacionales” y “ajustarse a la ideología de la Armenia Real”. Dicho de otro modo: el Ararat ya no será la primera ni la última imagen que vean los viajeros al cruzar las fronteras de la patria.

Pero este no es un asunto técnico ni gráfico. Nadie puede creer que el Ararat —esa montaña que se alza frente a Ereván como una oración petrificada— pueda ser sustituido por un sello “más legible”. Lo que está en juego no es la forma de un sello, sino la forma del alma nacional.

El Ararat no es solo un paisaje: es la biografía geológica de Armenia, el espejo de su identidad, la montaña donde, según la tradición bíblica, se posó el Arca de Noé. Es la imagen del origen y del renacer. Eliminarlo de los documentos es intentar reducir al Estado a una máquina sin memoria, como si la modernidad exigiera olvido.

Miremos alrededor: ningún país vecino ha renunciado a su símbolo esencial.
En el escudo de Georgia, el santo guerrero San Jorge vence al dragón: la fe y la resistencia.
En el de Azerbaiyán, la llama eterna del fuego zoroástrico recuerda el poder ancestral que arde bajo la tierra.
Irán escribe su credo en el emblema, donde la palabra y la espada se confunden en un mismo gesto de fe.
Y Turquía, sin escudo tradicional, ha convertido la media luna y la estrella en un símbolo absoluto de identidad y religión.

Todos conservan su signo fundacional. Porque los pueblos saben que los símbolos no son adornos del pasado, sino brújulas del porvenir.

Armenia, en cambio, eligió desde siempre una montaña: un emblema natural, humano y universal. Ni arma ni dios ni fuego: una cumbre que representa la permanencia y la esperanza. Su escudo, con el Ararat y el Arca en el centro, flanqueado por el león y el águila, no es un simple diseño: es una declaración moral. Es la promesa de continuidad, incluso cuando la historia parezca derrumbarse.

Por eso, borrar el Ararat de un sello es más que una decisión administrativa: es un gesto de desarraigo simbólico. Un país puede cambiar sus gobiernos, sus políticas o sus fronteras, pero no puede renunciar a su mito fundador sin arriesgarse a perderse a sí mismo.

El Ararat no se borra. Ni por decreto, ni por cálculo diplomático, ni por la voluntad de quienes confunden reconciliación con renuncia. Las relaciones pueden “normalizarse”, pero el olvido nunca será normal.

La montaña seguirá allí, visible desde Ereván, invisible en los sellos, pero eternamente grabada en la conciencia armenia. Y mientras haya un apellido terminado en -ian, habrá una raíz que remita al Ararat: al origen, a la identidad, a la continuidad.

Los gobiernos pasan. Las fronteras se negocian. Los símbolos permanecen.

El Ararat no necesita figurar en un sello para recordarnos quiénes somos.
Somos nosotros quienes debemos recordárselo al mundo.

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