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Opinion - Padre Díratour Sardarian, teólogo
El habla venenosa
31 de Octubre de 2025

Sobre la peste del chisme y la descomposición de la verdad

No todo empieza con una gran mentira. Casi siempre comienza con una pequeña frase: “dicen que…”. Pero de esa semilla insignificante puede nacer una fuerza capaz de destruir reputaciones, instituciones y conciencias. Esa fuerza es el chisme.

San Juan Crisóstomo llamaba al chisme “el cuchillo del demonio”, porque hiere tres veces: a la lengua que lo pronuncia, al oído que lo escucha y al corazón de aquel de quien se habla. Lo que durante siglos fue una advertencia moral hoy se ha convertido en una realidad política. En tiempos en que micrófonos, cámaras y redes sociales amplifican cada palabra, el habla venenosa se ha transformado en un arma, y la sociedad, en su prisionera.

El viejo pecado con rostro nuevo

Armenia vive hoy lo que toda sociedad padece cuando pierde su brújula moral: confunde transparencia con exhibicionismo, vigilancia con verdad y traición con valentía. Este extravío no es casual. Sigue la lógica que René Girard llamó “competencia mimética”: la tendencia a descargar los miedos y tensiones colectivas sobre una víctima expiatoria.

El gobierno y ciertos medios afines han creado un clima peligroso de sospecha y desconfianza. Sacerdotes, obispos e incluso el propio Catholicós se han convertido en blanco de “filtraciones”, “audios reveladores” y “conversaciones interceptadas”. Nadie sabe si esos materiales son auténticos, pero ya no importa: la lógica del escándalo ha sustituido a la lógica de la verdad. Como advirtió Gustave Le Bon en el siglo XIX, la multitud no busca pruebas, sino imágenes y emociones. El chisme satisface ambas cosas.

La teología de la palabra

En la visión cristiana, la palabra no es un simple instrumento: es una fuerza creadora. “En el principio era el Verbo” (Jn 1, 1). Quien habla participa, de algún modo, en el poder creador de Dios. Por eso, cada palabra o construye o destruye. No hay tercera opción.

San Efrén el Sirio enseñaba que la muerte entró al mundo por el oído, cuando Eva escuchó la palabra engañosa de la serpiente. Aquella conversación fue la primera fake news de la historia: una media verdad disfrazada de preocupación. El mal rara vez miente abiertamente; más bien distorsiona la verdad con sutileza.

Hoy, cuando se difunden grabaciones privadas o se exponen conversaciones íntimas de clérigos, se repite el mismo drama: el ser humano confunde curiosidad con verdad y termina aceptando la voz de la tentación como si fuera información legítima.

La información sin amor se convierte en mentira; la verdad sin misericordia se vuelve instrumento de poder.

El mecanismo de la destrucción

La profanación del lenguaje conduce a la deshumanización del mundo. Cuando la palabra deja de ser un acto de responsabilidad moral y se convierte en ruido mediático, la sociedad enferma. Daniel Kahneman lo explicó como “heurística de disponibilidad”: aquello que se repite y conmueve termina pareciendo cierto, aunque no lo sea.

Esta enfermedad se reconoce por tres síntomas:

  1. Se alimenta de la desconfianza y la profundiza.

  2. Sustituye el pensamiento por la indignación.

  3. Destruye sin asumir responsabilidad.

En la era digital abundan los culpables, pero escasean los responsables. Todos lanzan piedras; nadie limpia los escombros.

El poder y su tentación

A lo largo de la historia, la relación entre el Estado y la Iglesia en Armenia ha sido un drama moral. La Iglesia Apostólica Armenia fue, durante siglos, guardiana de la identidad nacional bajo dominaciones extranjeras y voz de conciencia en tiempos de opresión. Pero cuando un gobierno espía, difama o ridiculiza a sus sacerdotes mediante “filtraciones”, se convierte en maestro del chisme.

Un Estado así finge iluminar, pero sólo propaga oscuridad y división. Habla de transparencia, pero degrada a sus ciudadanos. Ya no necesita violencia física: le basta con convertir la palabra en arma. Michel Foucault lo llamó “biopoder”: el control no del cuerpo, sino del discurso, de la verdad y de la conciencia.

Un pueblo que ridiculiza a sus pastores termina perdiendo su alma. El sacerdote no es un funcionario: es la memoria viva de la conciencia. Quien lo difama destruye el último espacio donde lo sagrado aún puede nombrarse.

El silencio como resistencia

La salida de esta oscuridad moral no comienza con venganza, sino con purificación interior. Los Padres del Desierto decían: “Si no puedes detener la calumnia, al menos no la escuches”. No es simple moralismo: es un acto espiritual de resistencia.

En un mundo saturado de información, el silencio deliberado —no difundir rumores, no compartir lo no verificado— se convierte en la forma más alta de protesta. Quien se niega a escuchar el chisme protege al mundo de su desintegración. Porque toda mentira necesita un oído para sobrevivir; cuando no lo encuentra, muere.

El silencio de Cristo ante sus acusadores no fue cobardía, sino fuerza. Es el silencio que se niega a unirse al griterío del odio.

La pureza del corazón como deber

No hay libertad sin verdad, y la verdad no nace del poder, sino de la honestidad. Requiere humildad para decir “no sé” cuando no se sabe, paciencia para callar cuando falta claridad y valentía para no unirse al clamor de la masa.

La pureza espiritual, hoy, significa elegir conscientemente qué voces dejamos entrar en nuestra alma. Cada “me gusta”, cada comentario, cada “compartir” en las redes es una semilla que puede nutrir la verdad o propagar el veneno. Nadie puede asumir esa responsabilidad por nosotros.

La Iglesia —también en Armenia— sólo podrá defender su autoridad moral mediante la pureza de su palabra. No con respuestas airadas, sino permaneciendo fuera del ruido, como una voz eterna frente al estruendo efímero.

El papa Francisco lo expresó con claridad: el chisme es “una peste que destruye a las personas y a la sociedad”. Y lo que es verdad para la Iglesia, lo es también para la nación. Una sociedad ahogada en el veneno del chisme pierde su capacidad de discernir entre lo esencial y lo trivial, entre la verdad y su caricatura.

Si Armenia desea sobrevivir no sólo como territorio, sino como comunidad espiritual, su pueblo debe aprender a purificar su oído. Porque —como escribe san Pablo— “la fe viene del oír” (Rom 10, 17). Pero del oír también viene el veneno. Y de la palabra crece, o el Reino de Dios… o el abismo de la difamación.

La elección no pertenece a los poderosos. Pertenece a cada uno de nosotros: escuchar, difundir… o callar. Y en ese silencio preservar el espacio donde la verdad aún puede respirar.

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