La difusión de grabaciones secretas que afectan a un arzobispo no es un simple escándalo mediático. Es la confirmación de que la sombra de la vigilancia se ha instalado sobre el país. Una sociedad que normaliza la grabación y exposición de su clero, de sus opositores o de cualquier voz crítica, está renunciando a algo mucho más profundo que la privacidad: está renunciando a la confianza.
Cada cámara oculta, cada “filtración” anónima, cada campaña de difamación dirigida desde los sótanos del poder, revela una verdad incómoda: la autoridad que teme perder el control busca dominar la intimidad. Lo hace porque ya no puede gobernar con la palabra ni convencer con la razón.
No hay democracia posible en un país donde el disenso se combate con el espionaje, ni libertad cuando el ciudadano debe mirar sobre su hombro antes de hablar. Las escuchas no solo degradan a quien las ejecuta: contaminan todo el tejido político y moral de la nación.
La Iglesia, guste o no, representa uno de los pocos espacios simbólicos que aún conectan al país con su historia y su espiritualidad. Atacarla mediante el escarnio público no fortalece al Estado laico; lo convierte en un Estado cínico, incapaz de distinguir entre crítica legítima y persecución.
Las sociedades libres no necesitan “fábricas de compromisos” para gobernar. Necesitan instituciones sólidas, prensa responsable y ciudadanos valientes. El poder que recurre a la humillación digital revela su impotencia; el pueblo que la tolera, su resignación.
Defender la privacidad, la fe y la dignidad, aunque no compartamos todas sus formas, es hoy un acto político de primer orden. Porque cuando la intimidad se convierte en campo de batalla, nadie está a salvo, y el país deja de ser república para convertirse en reality show de la miseria moral.