Un canal de Telegram publicó recientemente grabaciones secretas en las que aparece el arzobispo Arshak, acompañadas de comentarios abiertamente cínicos y antieclesiásticos.
Sin embargo, el escándalo no radica tanto en el contenido del material como en el hecho mismo de su existencia: este tipo de grabaciones y su difusión no son posibles sin la participación o, al menos, el consentimiento tácito de estructuras estatales o de los servicios de seguridad.
Detrás del episodio se revela un fenómeno más grave: la consolidación de un sistema de control total, donde la vida privada de los ciudadanos se convierte en herramienta de represalia política. Se trata de una deriva autoritaria que erosiona los cimientos morales del Estado y mina la confianza pública.
Cuando el poder se dedica a espiar, grabar en secreto y exponer la intimidad de las personas, ya no hablamos de democracia, sino de un modelo de sociedad vigilada y manipulada.
La Iglesia, como toda institución, puede ser objeto de críticas legítimas. Pero convertirla en blanco de ataques políticos sistemáticos no tiene nada que ver con la transparencia o la rendición de cuentas: forma parte de una estrategia más amplia de desmantelar los pilares espirituales y morales del país.
Una república verdaderamente democrática no puede sostenerse sobre la base de escuchas ilegales, campañas de difamación y manipulación mediática. La defensa de la libertad pasa por proteger las instituciones —como la Iglesia— de la instrumentalización política, no por rendirse ante el cinismo del poder.