La nación no es solo territorio, población o Estado. Es, ante todo, espíritu: el pasado que nos formó, el presente que compartimos y el futuro que nos convoca. Allí donde ese espíritu se debilita, donde se renuncia al sentido, a los símbolos y a la continuidad histórica, avanza la desorientación.
Ese espíritu se alimenta de los hitos felices y dolorosos de la historia. Recordamos 1915 como el año del aniquilamiento, 1937 como el de la represión y 1998 como otra marca en la memoria. No se trata de enumerar fechas, sino de asumir que, si no comprendemos lo que nos ocurrió y por qué, otros volverán a escribir nuestra historia en nuestro lugar.
Cuando se erosiona la conciencia nacional —cuando se trivializan los símbolos, se olvida a los caídos y se quiebra el vínculo entre Iglesia, cultura y sociedad— la comunidad se vuelve vulnerable. Las instituciones llamadas a custodiar esa memoria y proyectarla hacia el porvenir deben sostenerla, no diluirla.
Una nación se sostiene si hay élites morales e intelectuales que creen en ella; si hay administradores que entienden que gobernar no es solo gestionar cifras, sino custodiar un sentido. Cuando esas élites renuncian a su papel, sobreviene el vacío: proliferan la propaganda, el oportunismo y el cinismo, y la ciudadanía se dispersa entre la apatía y la mera supervivencia.
Sostener una democracia no es repetir consignas, sino asegurar instituciones íntegras, justicia independiente, cultura viva, educación exigente y prensa responsable. Sin esos pilares, el espacio público se llena de ruido, la política se reduce a cálculo y la historia se convierte en campo de disputa sin horizonte.
Rendirse no es firmar un papel ni pronunciar la palabra “paz”. Rendirse es renunciar a la verdad de la propia historia, ceder los símbolos y aceptar que otros definan quiénes somos. La paz, en cambio, exige claridad moral: distinguir lo negociable de lo innegociable; proteger los derechos, a los rehenes y a los prisioneros; resguardar el patrimonio espiritual; garantizar el retorno seguro de quienes fueron expulsados; exigir responsabilidad por los crímenes y reparación para las víctimas.
La paz es sostenible cuando se funda en justicia, dignidad y equilibrio. No se sostiene si se impone por miedo o humillación, ni si se compra a costa de la memoria.
No hay salida sin una renovación interior. El primer paso es admitir lo que duele, nombrar las pérdidas, reconocer las fallas y corregir el rumbo. El segundo, reeducarnos en el sentido de pertenencia: una ciudadanía que conozca su historia, respete su fe y su cultura —cada cual según su conciencia— y aspire a un Estado decente que ponga límites a la arbitrariedad.
No basta con indignarse de vez en cuando. Hace falta perseverancia: construir instituciones, sostener proyectos culturales, cuidar el lenguaje, promover liderazgos con carácter, exigir cuentas y defender la verdad incluso cuando resulta incómoda.
Muchos sienten que el país está atrapado entre el miedo y el cansancio. Pero la historia enseña que no hay destino escrito: las naciones que sobreviven son las que no abandonan su centro, las que mantienen vivo su espíritu en la adversidad.
El camino es estrecho, pero existe: decir la verdad, proteger a los más vulnerables, unir lo que la propaganda intenta dividir y recordar que los símbolos no son ornamentos, sino anclas. Sin ellos, la comunidad se disuelve; con ellos, puede volver a ponerse de pie.
Suren Sargsian, especial para Baikar