En el marco del foro internacional “Seguridad Integral y Resiliencia 2025”, el primer ministro Nikol Pashinyan pronunció unas palabras que han generado profunda inquietud: comparó el escudo nacional de Armenia —donde figura el Monte Ararat— con un mural pintado en la pared de una casa ajena, cuya sola presencia irritaría al vecino. Según esta metáfora, el Ararat sería no solo un símbolo incómodo, sino una fuente potencial de fricción, disputa e incluso conflicto con Turquía.
Esta declaración plantea una pregunta que trasciende lo retórico: ¿Deberían los armenios renunciar al simbolismo del Ararat por temor a ofender a un país que niega su historia?
El Monte Ararat no es un simple elemento gráfico en un emblema. Es mucho más que eso. Es el corazón geográfico y espiritual de la nación armenia. Desde tiempos ancestrales, ha sido testigo del nacimiento de nuestra civilización, refugio de la tradición bíblica —según la cual el arca de Noé reposó en sus cumbres— y faro eterno que domina el horizonte de Ereván. Hoy, aunque políticamente se encuentre bajo soberanía turca, sigue siendo visible desde la capital armenia, como un recordatorio constante de lo que fuimos, de lo que somos y de lo que jamás dejaremos de ser.
Que el Ararat quede fuera de las fronteras actuales de Armenia no es producto de una elección libre, sino de imposiciones históricas: tratados injustos, genocidios negados, expansionismos territoriales y acuerdos diplomáticos que ignoraron la voz del pueblo armenio. Pero ninguna línea en un mapa puede borrar un vínculo milenario entre un pueblo y su montaña sagrada.
Si países como Turquía o Azerbaiyán pueden adoptar la media luna como símbolo nacional —un emblema profundamente ligado a la fe islámica, no exento de tensiones internas ni ajenas a controversias identitarias— ¿por qué se exigiría a Armenia que minimice o abandone el Ararat como gesto de "buena vecindad"? Los símbolos nacionales no son mercancías negociables en mesas diplomáticas; son expresiones del alma colectiva, raíces que sostienen la dignidad de un pueblo.
Pedirle a Armenia que renuncie al Ararat como símbolo es pedirle que olvide quién es. Es exigir una amputación simbólica que no pacifica, sino que humilla. Y la paz construida sobre el silenciamiento de la memoria no es paz, sino sumisión disfrazada. La historia reciente nos ha enseñado que las concesiones que sacrifican la identidad no generan estabilidad, sino frustración, desconfianza y vacío moral.
El verdadero desafío para Armenia no está en borrar su pasado, sino en afirmarlo con inteligencia, valentía y visión estratégica. Defender el Ararat como símbolo no es provocación; es resistencia cultural. Es decir: aquí estamos, con nuestra historia intacta, con nuestra lengua viva, con nuestra fe en la justicia.
El Ararat pertenece al alma armenia. Y mientras sigamos contemplándolo desde las colinas de Ereván, seguiremos recordando que ningún poder terrenal podrá jamás arrebatarnos lo que nos pertenece desde antes de las fronteras: la memoria, la dignidad y el derecho a existir como pueblo.
No hay resignación posible ante el símbolo. Porque el Ararat no es solo una montaña. Es nosotros.