Días atrás, el portal de Al-Jazeera publicó imágenes satelitales de las localidades palestinas de Jan Yunis y Rafah, donde se observan extensas áreas despejadas de escombros. Según responsables de un grupo de observadores de la ONU, allí el gobierno de Israel planea construir instalaciones que funcionarían como campos de concentración para confinar a la población de Gaza.
Se trata de una comunidad que, desde el 6 de mayo de 2023 —fecha del levantamiento armado de Hamas—, está sometida a bombardeos terrestres, aéreos y navales, además de bloqueo y hambre.
Son dos millones de palestinos. ¿Cómo podrán ser hacinados en esas instalaciones, semejantes a los campos que el nazismo levantó hace 80 años en Alemania y Polonia —Buchenwald, Dachau, Auschwitz—? Aquellos lugares fueron máquinas de exterminio masivo contra millones de judíos y eslavos. Los armenios deportados hacia Der Zor durante el Genocidio ni siquiera tuvieron esos espacios “organizados”: fue el desierto árabe el que se transformó en campo de muerte.
Hoy, en pleno siglo XXI, ¿cómo piensa Israel encerrar a dos millones de personas? La respuesta parece evidente: con métodos que recuerdan a los hitlerianos. En el pasado fueron las cámaras de gas; ahora son bombas, misiles y hambre planificado. Una estrategia similar a la aplicada por los aliados de Israel en el Cáucaso, los azeríes, cuando en 1923 sometieron a los armenios de Artsaj. Mientras tanto, los lobbies que gritan “Never again”, e incluso nuestros propios gobernantes, se limitaron a gestos simbólicos, incapaces de salvar a la población originaria de Karabaj.
Los niños son el sector más vulnerable. Son blanco directo de los ataques israelíes en lugares que antes alojaban oficinas de ayuda humanitaria. Niños famélicos, como nuestros abuelos y abuelas durante el Genocidio, cuando recogían granos en el estiércol para no morir de hambre.
Los informes de la ONU señalan que hospitales y centros médicos también han sido atacados, dejando fuera de servicio a médicos y enfermeras que nada podían hacer ya por cuerpos infantiles reducidos a piel y hueso. Las imágenes recuerdan a los miles de huérfanos armenios de 1915. Se destruye, de manera programada, el futuro de todo un pueblo, en nombre del proyecto del “Eretz Israel Shlema” (la Gran Israel), que busca expulsar a otro miembro de la misma familia semita: los árabes palestinos.
Desde los años 40, los fundadores de Israel —de David Ben Gurión a Golda Meir— defendieron en Núremberg y luego en San Francisco, durante la creación de la ONU, la idea de que un Estado judío sería una “bendición” para los pueblos árabes “atrasados e ignorantes”. Una falsedad aceptada por Inglaterra, Francia y otros países, pese a conocer la existencia de universidades de alto nivel en Beirut y El Cairo. La propuesta de “dos pueblos, un Estado” nunca prosperó.
Israel también nació sobre actos terroristas: en 1946, la voladura del Hotel King David en Jerusalén, que mató a 110 oficiales británicos, fue obra de jóvenes sobrevivientes de guetos polacos, integrantes del grupo clandestino Irgun, que luego fundarían el partido Likud. Desde entonces, líderes como Menajem Beguin, Ariel Sharon o Benjamin Netanyahu han actuado con impunidad, multiplicando guerras y masacres.
¿Qué dejó aquella promesa de civilización para los palestinos? Tres guerras, masacres continuas, expulsiones y limpiezas étnicas. Un modelo replicado contra armenios refugiados en Haifa o Jaffa, obligados a huir de un día para otro hacia Beirut, Trípoli o Alejandría, tal como ocurrió con cientos de miles de palestinos en 1948.
Hoy, a plena vista, se aplican en Gaza todas las variantes del “ethnic cleansing” contra el pueblo palestino. El mundo lo observa en silencio: gobiernos árabes que traicionan a sus pueblos, potencias occidentales que repiten fórmulas vacías como “dos pueblos, un Estado”, sabiendo que los radicales israelíes nunca lo aceptarán.
Cada intento de paz ha sido castigado con muerte: en 1987 asesinaron al primer ministro Yitzhak Rabin; en Egipto, a Anwar Sadat tras Camp David; en Arabia Saudita, al rey Faisal, por su embargo petrolero en defensa de la causa palestina.
Yo mismo —escribe el autor— fui testigo en 1982, desde la terraza del Centro Tekeyan en Beirut, junto al recordado Jirayr Danielian, de los bombardeos previos a la masacre de Sabra y Chatila. Días después vimos partir a Yasser Arafat hacia Túnez: fue el ocaso de la resistencia palestina y también del ASALA, que había acompañado otras luchas de liberación.
Arafat mismo reconoció años después a nuestro historiador Nicolay Hovhannissian que el mayor punto débil de la Causa Armenia fue la aceptación, tras el Genocidio, de ciudadanías extranjeras por parte de los desplazados, renunciando a documentos como los pasaportes Nansen. Una lección vigente hoy, cuando los desplazados de Artsaj, sin orientación estatal, buscan desesperadamente pasaportes extranjeros.
El gobierno de Netanyahu se prepara ahora para una ofensiva total sobre Gaza y Cisjordania. Una anexión comparable al Anschluss de Austria en 1938, con la diferencia de que los austríacos permanecieron en su tierra, mientras a los palestinos solo les queda lanzarse al mar o al desierto, sin país alguno que los reciba. Egipto mismo rechaza ofrecer refugio, alegando que significaría la liquidación de la causa árabe.
La otra alternativa: ser encerrados en esos nuevos campos de concentración, donde los esperará el mismo destino que sufrieron los judíos europeos.
Durante décadas, los judíos gritaron al mundo “Never again”. Y nosotros, armenios, víctimas también de genocidio y despojo, repetimos la consigna. Pero hemos visto cómo el propio Estado de Israel volvió a hacerlo, esta vez contra Artsaj, usando el Genocidio Armenio como moneda de cambio en sus disputas con Turquía.
¿Tendremos alguna vez dirigentes responsables, patriotas y protectores de nuestra nación, capaces de defender derechos, territorio y soberanía sin traicionar a pueblos vecinos ni a países amigos?
El martes pasado, según la BBC, Israel ordenó a los habitantes de Gaza evacuar la ciudad antes de un inminente ataque terrestre masivo. Y Netanyahu advirtió que lo ocurrido hasta ahora “no es nada” comparado con lo que está por venir.
Pero entonces, cabe preguntarse: ¿a dónde huirán los sobrevivientes?