La República de Armenia atraviesa, una vez más, un momento de profunda incertidumbre. Enclavada en el sur del Cáucaso, esta pequeña nación con una historia milenaria y un legado cultural incomparable enfrenta desafíos que amenazan no solo su integridad territorial, sino también la estabilidad de su democracia y la cohesión de su pueblo.
La pérdida de Artsaj (Nagorno Karabaj), consumada con el éxodo masivo de más de 120.000 armenios en 2023 tras la ofensiva de Azerbaiyán, dejó una herida abierta que aún no cicatriza. Más allá de lo territorial, fue un golpe simbólico y humano: comunidades enteras fueron desarraigadas, mientras el mundo asistía con indiferencia a una limpieza étnica en forma silenciosa. La histórica indiferencia de los aliados tradicionales y la pasividad de los organismos internacionales revelaron, una vez más, la crudeza de la geopolítica global, donde los intereses energéticos y estratégicos pesan más que la vida y los derechos humanos.
En lo interno, el gobierno de Nikol Pashinián ha optado por un viraje político que tensiona el tejido nacional. Su retórica de paz con Azerbaiyán y Turquía, aunque legítima desde una perspectiva pragmática, ha sido percibida por amplios sectores de la sociedad como una claudicación de principios históricos y una renuncia a las legítimas aspiraciones nacionales. Las críticas a su gestión, tanto por su estilo de liderazgo como por su tratamiento de los reclamos populares, se intensifican, y las calles de Ereván vuelven a llenarse de manifestantes, preocupados por el rumbo del país.
A ello se suma un deterioro en la relación con Rusia, aliado histórico en lo militar y lo económico. Armenia busca ahora mayor cercanía con Occidente, pero sin garantías claras de protección ni inversiones estratégicas sustanciales. La retirada del contingente de paz ruso de Artsaj y la creciente presión de Moscú, son síntomas de un realineamiento regional que deja a Armenia en una posición vulnerable, atrapada entre potencias que disputan su influencia.
Sin embargo, el pueblo armenio ha demostrado una y otra vez su capacidad de resistencia y resiliencia. Desde el genocidio de 1915 hasta la independencia de 1991, pasando por la guerra de los años 90' y los recientes conflictos, la nación ha sabido reconstruirse, apoyada por su diáspora, su cultura y su identidad.
Hoy, más que nunca, Armenia necesita unidad, visión estratégica y una política exterior coherente con sus intereses vitales. Las heridas del pasado no deben ser pretexto para la inacción, pero tampoco se pueden cerrar sin memoria ni justicia. La paz no se alcanza entregando la dignidad nacional, sino construyendo una democracia sólida, un Estado eficiente y una ciudadanía comprometida.
Armenia está en una encrucijada. Lo que decida ahora - como pueblo y como Estado - marcará el destino de las próximas generaciones.
La historia la observamos con respeto; el futuro debemos construirlo con responsabilidad.