El 2 de septiembre, en Stepanakert, comenzó la demolición del edificio que albergaba la llamada “Cancillería” del régimen autoproclamado de Artsaj. La prensa oficial de Azerbaiyán destacó el carácter “simbólico” de la fecha, ya que ese mismo día se cumplía un nuevo aniversario de la proclamación de la independencia de la República de Artsaj en los entonces territorios ocupados por Azerbaiyán.
Según informó la agencia azerbaiyana APA, en el lugar del edificio demolido se proyecta construir un nuevo complejo administrativo de tres pisos, diseñado “en un estilo arquitectónico moderno” y enmarcado en las prioridades estratégicas de desarrollo de Karabaj. El proyecto prevé que el nuevo edificio esté terminado a comienzos de 2027.
Las autoridades de Bakú subrayaron que la obra forma parte del programa denominado “Gran Retorno”, que se inscribe —según su discurso oficial— en el restablecimiento de la integridad territorial y la plena soberanía del Estado azerbaiyano. En ese marco, el nuevo edificio es presentado como un “símbolo valioso de la voluntad inquebrantable del pueblo y de la fortaleza del Estado”, destinado a reforzar el control administrativo de Azerbaiyán en Karabaj.
Lo ocurrido en Stepanakert no es una simple demolición: es un acto político deliberado de borramiento de la identidad. Bakú no solo derriba paredes, derriba símbolos. El edificio de la Cancillería representaba la aspiración a la autodeterminación de un pueblo; sustituirlo por una construcción administrativa azerbaiyana significa imponer sobre esas ruinas un relato oficial que niega esa historia y pretende silenciarla.
Lejos de ser un gesto de “modernización”, este acto forma parte de la estrategia de colonización y de apropiación de la memoria. Se busca transformar la geografía visible de Karabaj para que ya no inspire armenio, sino que repita únicamente el discurso del poder de turno. Es un intento de clausurar con cemento y vidrio lo que nunca podrán borrar: la voluntad de existencia del pueblo de Artsaj.